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En ViLo

8 ene 2011

El Dragón (6 de enero de 2008)

Debo advertir que hasta hace algunos días el tema de las posesiones me tenía sin el menor cuidado. Pero, por la naturaleza de las cosas que me sucedieron el seis de enero pasado, he preferido (como el escéptico que no soy) suspender el juicio.

Iniciaré pues develando un secreto (si es que para alguien todavía lo es): debo decir que todo varón quiere, en el fondo de su alma, al menos parecerse a Bruce Lee. Si algún ejemplar masculino te dice que no es su caso, está mintiendo. Punto. Y es mejor alejarse de él pues, si no tiene el aplomo para confesar ese sentimiento, ¿cómo andar con la boca limpia en todo lo demás?

Tal vez tenía ocho años o menos, pero por esa edad fue que me DI CUENTA de quién era Bruce Lee. Recuerdo que me propuse el objetivo vital de ser como él. No importaba cómo, pero mi certeza era que tenía que lanzar patadas tales que, por ejemplo, el maestro en turno no tuviera duda de que yo debía aprobar el curso con honores. Cumplía diez años, mis amigos y yo decidimos dedicarnos a entrenar seriamente y, todas las tardes, marchábamos a la ribera con el Jet Kune Do debajo de mi camisa (mucho antes de saber que Bruce había estudiado filosofía). Abríamos sus páginas en silencio y mirábamos atentamente. Yo tenía el libro, pero Jorge, el más grande de la manada, decidía qué era lo que debíamos hacer en el camino hacia la perfección del cuerpo y del alma. Un día trajo una caja de madera (las que usan para transportar fruta) y había que romperla con el puño. Jorge lo logró con tres golpes. Llegó mi turno: doloroso impacto del desengaño.


Después, lo admito con cierta vergüenza, me olvidé de Lee hasta hace tal vez cinco años: en medio del Coliseo romano y de las explicaciones eruditas de un colega historiador, me invadió con claridad este pensamiento: "El Dragón estuvo aquí". Entonces empecé a deslizarme como él frente el azoro de los otros turistas. Mientras otros pensaban en las restauraciones de la magnífica arquitectura y demás cosas para gente culta, yo me detenía y miraba hacia abajo, esperando encontrar las huellas del mítico calzado de Lee o tal vez algún cabello de Chuck Norris.

El seis de enero de 2008 arrancaba de la gasolinera cuando un colectivo me aventajó y se cruzó en mi camino para llegar pronto a la bomba de enfrente. Lo hizo sin cuidado. No conforme con eso, me lanzó un insulto que pude leer con claridad de sus labios, como si yo tuviera tenido la culpa. Sin verlo, devolví la cortesía tratando de que el conductor también leyera mi expresión y continué la marcha. Desde el espejo retrovisor miré que el chofer del colectivo no había cargado, ahora me perseguía. Cuando se emparejó gritaba improperios y maldiciones en tal volumen que se escuchaban a través de las ventanas del auto. Avanzamos así algunos metros, un poco divertido porque, en algunos minutos aprendí algunas leperadas que espero no usar jamás.


Aun así, no sé por qué me detuve. Ni siquiera estaba enojado o alterado por sus insultos o por el tráfico. Respiré lento, cerré los ojos e incliné un poco la cabeza. En ese momento (y, en serio, aquí viene lo que es más difícil contar), el espíritu de Bruce Lee invadió mi cuerpo. Así es. Tan real, tan puro, tan presente, el Dragón se hizo cargo de todos mis músculos y mis tendones. Las máximas del Jet Kune Do llegaron a mi cabeza con la misma nitidez del cielo cerúleo de las dos de la tarde. Bajé el cristal y miré fijamente al chofer del colectivo:

-Joven, le dije, hoy es seis de enero: tu familia, tus hijos te están esperando SANO Y SALVO. No te metas en problemas.

Las pocas personas que han escuchado esta historia (y que han podido superar la incredulidad) me preguntan qué tono de voz usé, qué postura tenía, si me orinaba de miedo o no, si pensaba seriamente en liarme a golpes con el tipo o si soy en verdad imbécil porque, generalmente, esos personajes traen alguna herramienta que usan como arma. Mi respuesta para todo eso es "no lo sé". Lo que puedo decir es que el chofer del colectivo no dijo nada más y siguió su camino.

Yo me quedé un buen rato allí, dejando fluir en mí toda la fuerza de un coletazo certero de Dragón.

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5 ene 2011

Testimonio

...He aquí que he sido violentado hasta lo profundo con dardos envenenados, con lo peor que puede haber para un hombre o una mujer (no puedo decirlo sin asco): la avaricia.

Así, la abyección anidó en las rendijas de mis párpados hasta hacerme ver sangre. La mentira tejió sus faldas en mi boca, con las que se vestía, hasta en la ocasión más insignificante. Todo lo que conozco degeneraba con sólo verme: ¡Midas, oh rey, sé del tamaño de tus desgracias y de tu desolación!

En las noches, sin que nadie me oyera, he renegado de mis parajes y he abandonado mi tienda para volver a caminar por los senderos más ponzoñosos de esta tierra. No he cubierto mi rostro ante las estatuas, he blasfemado, y herido con mi daga al hombre más santo que encontré.

Pero tú has venido, oh mujer, con palabras que, en lugar de las pavorosas lanzas silbantes que usan los ejércitos al invadir ciudades de ancianos y niños, como las que destrozan los cuellos inocentes, tú mujer, digo, has tomado un puño de tierra y lo has mojado con tu saliva. Después, me has llamado a tu presencia en la plaza para embadurnar con tu lodo mi boca y has golpeado mi frente.

Y he aquí que el grito de la mentira se oyó en mis adentros y, llena de rencores, se arrojó a ti, escupiéndote.

Tú me miraste con luz.

Entonces la enfermedad, fortalecida con mis atrocidades, abrió la boca mostrando los dientes y, tomando tu cráneo, quiso morder tu cuello.

Tú te apartaste, besaste mi mano: me encontraste temblando, escondido hasta el fondo de mis ojos y me saludaste.

La gente en la plaza quedó quieta. "¿De dónde es ella?", preguntaron. "Es una sacerdotisa o una bruja", murmuraron.
Pero continuaste tu labor: muy cerca de mi oído dijiste a la mentira: "Abandona a mi prójimo, y ve a dejar tu inmundicia al estercolero". Vomité sangre negra.

Te arrodillaste y cubriste mi rostro con hierbas.

Un Guardia Real que miraba de lejos se acercó a ti y te quiso levantar para llevarte. Tú le gritaste "No".

Entonces él desenvainó su espada para hundirla en tu costado. Y, después, mi daga abrió un camino en su vientre.

La gente corre y, en medio del caos. Tú me miras por última vez. Te veo con mis ojos, ya sanos, ya limpios.

Es lo último que quiero ver.
Así que voy a seguir huyendo de los soldados.
En el primer escondrijo he dejado mi testimonio.
Al terminar esta frase, rebanaré mi yugular.

LA NOCHE Y LA VOZ

El oleaje que se alza esta noche y se encarama hasta muy adentro en las costas: tensión de cuerdas a punto de romperse, gritos aprisionados. Flechas tendidas que no tendrán reposo. Como los filósofos y los músicos. También el cazador y el soldado duermen siempre con zapatos, aun en la ciudad, aun en la pequeña habitación con las almohadas más tersas.

Se desliza entre las ramas un color de plomo como la última advertencia de un dios desperezado. La noche es grande como secreta y primigenia. Un sonido se abre paso entre las grietas: es la voz quejumbrosa del dios que reverbera en las paredes de la habitación de un astrólogo cansado. Afuera, el éter y la armonía. Aquí, la noche se yergue a medida que la luna crece en su violenta y desproporcionada influencia en este mundo.

Un borracho maldice. Los amantes juegan. El filósofo observa atento con su entendimiento y rechaza cualquier distracción de los sentidos y, sorprendiéndose en una frase, afirma: "todos los cuerdos están locos".

El laúd espera que el maestro lave sus manos antes de tañer: su pequeño cuerpo arqueado está preñado del mundo; sus bordes forman una benigna cubierta oval que se abrirá cuando el alquimista termine su última mezcla. Las cuerdas se hacen de crines de animales que conocen el desierto, también las hay de delgadas y elásticas tiras de fino cuero. Así, el material del que está hecho refleja, a su modo, todo lo existente, lo vivo, junto con sus círculos de infinitas e insospechadas relaciones: "El animal, así como el árbol que regalaron su ser para mi música, bebieron agua. La madera que ahora acaricio se torció con el aire y el fuego, de una brasa que, antes, también fue madera jubilosa que bebió agua, respiró y se hizo en la tierra, que se emparentó de sangre con el fuego..." Piensa el músico, "Ay, y así me pierdo, oh dios, en la contemplación de los innumerables seres que han partido, trastabillando, de tu mano; que son diez mil veces más de lo que yo puedo cantar, pero (con un poco de suerte) dejaré mi música y mi poesía para que otros se sumen a mi voz". Las cuerdas de la garganta del músico se tensan amablemente y las ondulaciones de sus notas imitan el paso del viento por los filos de las hojas.

Afuera hay un frío metálico.

"Es hora de dejar la pluma y continuar a ciegas", piensa otra vez el filósofo que no ha podido terminar su trabajo.

El filósofo abandona su estudio y avanza sigiloso, absorto; en algún momento se detiene para cruzar su mirada con un perro huidizo. Los vigías de la torre siguen atentos los pasos del pensador..."¿está ebrio nuevamente?, ¿es un hombre santo?, ¿a quién visitará?"

"Démosle un susto", dice uno, "para ver qué se trae y así nos divirtamos un rato, hurguemos en sus bolsillos".
"Obliguémosle a beber de nuestro vino", sugiere otro, levantando una bolsa de cuero bien provista, buscando con los ojos la aprobación del plan.
"No. Déjenle en paz", responde un tercero, "va con el músico y no ha bebido vino todavía. Lleva letras de canciones que seguramente hoy recitaba".

"Las cosas, las personas, los animales de carga reposan ahora descuidadamente; durante el día, dios quiere que trabajemos y que hagamos fortunas. En la noche todo se pierde: es la hora del ladrón, de los gemidos. Es la hora del filósofo y del poeta que intercambiarán gestos y canciones por su salud y su desvelo. Es la hora de los amantes que no temen las piedras contra su rostro. En suma: es la hora de los insensatos. Mañana, mientras el pulso del mundo vuelva a latir a toda prisa, mis cantos aguardarán a la sombra del resquicio de la pared. Que nadie me vea ahora, pues voy a ponerle nombre a esta noche. Cuando todo haya terminado y ninguno de nosotros quede vivo, los que nos sigan (si es que alguien permanece), recordarán mis letras y el nombre que yo he de ponerle a estos versos. Ah, oigo un latido después de esa puerta. Son un hombre y una mujer que se pierden en sus amores. Despacio. Me acercaré para respirar la infusión y el incienso que han preparado para estas ocasiones. La resina, cristal nervioso ante el fuego, se vuelve humo; y el aroma se torna, a su vez, humedad perlada, flujo estremecido, indiscernibilidad de la unión, éxtasis y silencio. ¡Qué delicados son tus secretos, oh, Tierra!, ¡cuánto te amó aquél que forjó tus rocas y engalanó tus oasis! Todo es síntesis de al menos dos cosas ajenas, de esencias lejanas y extrañas entre sí. No hay sustancias puras...y dudo que pueda haberlas, por más que el alquimista se retuerza como un elefante desesperado entre sus alambiques negros y absurdos. La pureza elemental es como el oro de los tontos. El afán de pureza, a diferencia de lo que se ha pensado durante los siglos anteriores, no es lo más abstracto sino, por cierto, no hay afán más vulgar y egoísta pues, ¿quién desea el oro puro sino el avaro en su delirio?, ¿quién desea que las monedas de plata que posee no sean estafas, sino aquél que las oculta para sí y se deleita pensando en que, lo que él guarda no es la propiedad de otros? Ah, los hombres comunes (entre ellos incluyo a mis amigos lectores de libros de filosofía, que no los sabios) los hombres, digo, no reparan en que, desde siempre, dos enemigos terminan mezclando su sangre (¡su sangre!) en el campo de batalla. Finalmente, los opuestos transforman sus almas y las comparten. He aquí la respuesta con la que no pueden dar los teólogos, dada su estupidez y su incomprensión del hecho de que dios se presenta a menudo como el pecado mismo. Y todavía más: dios a menudo se presenta como mujer, por más que los copistas se nieguen a escribirlo. Yo mismo he visto a uno que prefirió suicidarse antes que "ensuciarse" con esa idea. Ah, los opuestos, cuánto falta todavía por cargar lomos de caballos con tratados sobre el tema. Hambre y saciedad, círculos que van del menesteroso al rico. El hombre y la mujer, tal y como sucede detrás de esa puerta, en la que los sonidos, los aromas, la savia de cada uno, las miradas, los dedos, todo, todo es un entralazamiento tenso, delicia de la guerra contra la estrechez y contra lo imposible, pérdida total que da paso a creaciones efímeras y, por eso mismo, capaces de crear universos enteros. Obediencia de la Ley. Quien descubra esto y lo guarde, contemplándolo en sus adentros, habrá encontrado, digo yo, una primera llave del templo. Pero ya es tarde y debo apresurarme."

"Miren: se detuvo..¿qué hace?", observa uno. "El pensador está orinando en la calle", ríe el otro. "No, está hablando consigo mismo", dice aquél. "Ah, esa es la señal que esperaba: está loco", dice el último y comprueba que todos aprecian su comentario. "Ya no se le ve, ha cruzado a la otra calle".

El músico advierte un ladrido lejano y, sin mucha prisa, retoma ahora su instrumento: "Si toco la misma nota tres veces seguidas con esta pequeña plumilla, obtendré un sonido más acentuado y más rico para el final del verso. Lo consultaré con el filósofo. Por cierto, mi amigo no llega y mi corazón se inflama con las potencias y fuerzas desconocidas, almas nocturnas que, en su peregrinar, me traen sus desventuras. Apurar el vino tibio con canela, ah, calor para el cuello y el pecho. La canela, que quiere decir 'madera dulce', como el terso lomo de mi laúd. No sólo tengo comercio con las maderas preciosas en mis manos: también las bebo. Por eso tengo el canto siempre alrededor de la boca, su ligero picor (como la canela) se suma a la fuerza de los versos que están a punto de saltar hacia el aire. Pero mi amigo no llega y me impacienta su tardanza"

"Noche. Tiempo que apacigua los esfuerzos de las bestias y redime a los artesanos; cuando los secretos de dios y de los hombres salpican la tierra en forma de apariciones y profecías. Tiempo de la concentración y de la unión (mientras que, la abstracción y la separación son eminentemente diurnas). Me deleita pensar en este ejemplo: es durante la noche cuando se vierten y concentran todos los aromas de una mujer entre sus piernas, en su rostro, en sus rincones. No hay nada más santo que aspirar en la tibia concavidad de las axilas de una mujer morena. Para la noche, el ritmo acompasado de una creacíón que tuvo lugar antes que se confeccionara la primera choza para guarida de algún cuerpo humano. ¿Quién puede sobrevivir a una noche en vela sin verse, de algún modo, transformado, herido, jubiloso o mortificado? ¿Es la noche en verdad el tiempo para descansar? No. De ningún modo, pues hasta los dioses curan a esa hora. Pero alguien se acerca..."

--"Bienaventurado es quien socorre a un pobre"
--"De ese modo ha sido dictado por la divinidad"
--"¿Qué trae este amable viejo de ropa limpia entre su brazo y su pecho?"
--"Una bolsa que me ha obsequiado un príncipe. Es para pergaminos, pero la uso para otra cosa"
--"¿Escondes allí tu alma?"
--"Sí, lo has dicho bien, gentil varón"
--"Bien. Te agradezco. Dame la bolsa y te dejaré vivir"
--"No"

"Querido amigo: me sea dado verte en algún lugar. Y mientras eso sucede, mi alma está desvalida y sin consuelo. Cuando, de viejo (si me es dado vivir hasta ese tiempo), mi voz marchita ya no encienda más los ojos de quienes me oyen, ni me convide nadie a sus ceremonias de mayo, deja que tu mano me empuje suavemente a las tiendas de las mujeres hermosas que soñábamos visitar, en el eterno paraíso".

 

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