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En ViLo

8 may 2008

Del Exilio (Libro primero)

He aquí que ciego de furia, enfermo de dolor blasfemé contra las leyes sagradas y eternas. Entré gimiendo a los templos y profané las esculturas de mármol, los altares de los dioses sin respuesta; deshonré el Pergamino de la alianza con las manos llenas de tinta y de lodo. Cuando se supo de mi ultraje, los hombres encolerizados vinieron por mí mientras oraba en silencio y me condujeron frente a los jueces. Los demás fueron convocados por los tambores que crepitaban sin descanso y recorrían todas las esquinas pregonando mi falta. Al enterarse, las mujeres se tiraban de los cabellos, gritaban y lloraban de espanto por mi atrevimiento: entonces para ellas fui el primer ofidio, el traidor del Edén; otros vociferaban tan cerca de mi oído que no pude escuchar la sentencia de los ancianos. A golpes y con los ojos vendados me arrastraron por las calles que antes me habían hecho feliz justo porque no me guardaban secretos. Las familias cerraban sus puertas a mi paso: padre, madre e hijos me maldijeron abrazados junto al fuego; mi nombre fue prohibido entre las ruinas de los viejos jardines, en los mercados, en las casas que guardaban los papiros, donde también borraron la copia de mi sombra. Uno a uno, los varones más piadosos y justos de la tierra llegaban a escupir mi rostro y a lanzarme piedras, todas daban en mí y dolieron siempre lo mismo que la primera: "No más deshonra, no más blasfemias de este perjuro". Aunque no podía ver, bien los reconocí por su olor o por sus voces; algunos de ellos eran los amigos que días antes me abrazaban, me convidaban de la miel que habían cosechado y me llamaban su hermano. Reconocí al que una noche me bendijo por haber endulzado sus lágrimas; al que subió conmigo a la montaña para buscar el cuerpo inerte de una mujer; al que huyó junto a mí de un arenal cuando fue perseguido por espectros; reconocí al cuidador del Pozo de agua sagrada; al que me ofreció su sangre cuando tuve sed; al hilandero que prometía elaborar para mí la mortaja más bella (se tardó cerca de setenta días). También estaban allí el gramático virtuoso, preceptor de adolescentes; el bautista que dejó caer esencia de su manantial inagotable sobre mis cabellos y el médico que curaba en nombre del Profeta.

Los últimos en apedrearme se alejaban de prisa para no recibir en sus vestidos la ofensa de las manchas de mi sangre que, incontenible, brotaba de mis mejillas, de mis labios y de mi frente. Luego, como los demás, iban a sus casas a purificar sus bocas con un poco de vino, a recitar los Salmos y a pedir para que un alma tan infecta como la mía no volviera a cruzar sus puertas. Hacía calor, era la mitad del día y alguien al verme, antes de lanzar su piedra tuvo que preguntar: "¿es él?", pues mi rostro ya no era el mismo. Atado como estaba, sólo quería saber a qué hora llegaría el verdugo que debía matarme pero, por el desdén que mostraban ante lo que yo suplicaba, entendí que ya me había vuelto indigno de cualquier respuesta. Esperaba en vano: nadie llegó a darme fin. El Consejo de sabios había determinado que el destierro era el mejor castigo. Me dejaron vivir para que yo mismo diera testimonio de cuán lejos está el hombre de sus dioses. Cuidaron de mí por algunas horas para que no me desangrara del todo, pusieron hojas maceradas con aceite en las grietas de mi rostro. Mis llagas, dijo alguien burlándose, me hacían ver como la luna cuando enrojece y se hincha. Luna que guarda el apacible sueño de los que han cumplido su deber, de los que no han tenido que fingir culpas (ni razones). Alguien que buscaba hacerse pasar por compasivo se inclinó a besar mi frente, acto seguido vomitó.

La mañana del Tercer día había sido designada para que me fuera. Dos guardias recibieron las órdenes de conducirme hasta la puerta de la ciudad y de matarme si miraba hacia atrás. Trastabillaba, tosía y arrojaba sangre. No había dado más de treinta pasos después de los muros de piedra cuando acabé por derrumbarme ante un hallazgo: durante la noche, los amigos más amados habían extraído de mi casa (sólo ellos sabían cómo y dónde estaba) la herencia de mi Padre para arrojarla en medio de la vía…caminé un poco más, miré de cerca: habían defecado sobre ella.

Dentro del poblado, al verme lo suficientemente lejos, los dioses celebraron nupcias con el gentío y dejaron caer, complacidos, una llovizna bienhechora, salutífera (acaso satisfechos por haber cumplido alguna profecía). Los guardias se marcharon. En las crestas de las torres los pendones verdes, rojos y amarillos ondeaban con júbilo, saludando hacia el oriente el tinte ámbar de las primeras horas; hacia el occidente se agitaban para despedir al blasfemo que jamás entendió por qué debía estar agradecido.
 

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